Bienvenido al club de los sabios incoherentes: La razón por la que damos buenos consejos, pero no los aplicamos

Todos tenemos ese talento oculto: dar los mejores consejos del mundo. Pero cuando se trata de aplicarlos… se hace un silencio incómodo. ¿Por qué somos tan sabios para otros y tan ciegos con nosotros mismos?

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CRÉDITOS: FRIENDS | PIXABAY

Imagínate esta escena: una amiga llega llorando porque su pareja no la valora. Tú, con la claridad de un gurú emocional, sueltas una frase tipo: “Tú mereces algo mejor. No te conformes con migajas de amor.” Ella asiente con lágrimas y se va un poco más fuerte.

Pero... esa noche, tú mismo/a vuelves a escribirle al ex que te dejó en visto hace tres días. ¿Qué pasó con tu sabiduría emocional? ¿Dónde quedó el coach de relaciones que vive dentro de ti?

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¿Por qué damos consejos buenos y no sabemos cómo aplicarlos en nuestras vidas?

La verdad es que dar consejos es mucho más fácil que aplicarlos. Pero no porque seamos hipócritas o mentirosos. Hay razones psicológicas, biológicas y emocionales muy reales detrás de esta contradicción humana.

¿Por qué pensamos mejor para los demás?

Cuando vemos los problemas ajenos, estamos emocionalmente desvinculados. Podemos analizar con lógica, sin el caos de sentimientos que nubla el juicio. Es como ser el copiloto que ve el mapa desde arriba, mientras el conductor pelea con el tráfico.

Además, ver desde fuera nos da perspectiva y distancia, algo que rara vez tenemos con nuestros propios dramas. Lo ajeno parece más simple porque no sentimos el miedo, la inseguridad o el apego que cargamos nosotros.

¿Y si sabemos lo que hacer, por qué no lo hacemos?

Saber no siempre implica poder. Puedes saber que debes dejar un mal trabajo, pero el miedo a quedarte sin ingresos te paraliza. Puedes saber que debes cortar una relación tóxica, pero el vacío emocional te encadena.

La mente lógica y la emocional no hablan el mismo idioma. Por eso, aunque tengamos la teoría clara, nuestras acciones van por otro camino. Es como tener un GPS interno que sabes que está mal calibrado… pero aún así, lo sigues.

¿Nos juzgamos más duro de lo que deberíamos?

Sí, muchísimo. Y eso también bloquea la acción. La autoexigencia y la culpa son saboteadores silenciosos. Cuando no seguimos nuestros consejos, lo primero que hacemos es latigarnos: “Soy un fracaso”, “No tengo fuerza de voluntad”.

Pero si tuvieras compasión contigo como la tienes con otros, entenderías que no se trata de debilidad, sino de humanidad. A veces, actuar va más allá de saber. Requiere sanar, integrar, esperar el momento.

¿Entonces tiene sentido seguir dando consejos?

¡Totalmente! Dar consejos a otros no es hipocresía, es práctica. A veces, decirlo en voz alta para otro te recuerda lo que tú también necesitas oír. Y aunque no lo apliques al instante, cada vez que lo repites, tu inconsciente lo escucha.

Además, somos seres sociales: nos sanamos en diálogo. Así que la próxima vez que des un consejo que no puedes seguir, no te juzgues, obsérvate. Tal vez, al final, ese consejo era también para ti.

¿Y cómo rompemos ese ciclo?

No se trata de perfección, sino de intención. Puedes empezar con pasos pequeños: reconocer tus patrones, practicar la autocompasión y rodearte de gente que te espeje sin juzgarte.

Hazte una promesa: cuando te escuches decir algo sabio, guárdalo como un mantra personal. Escríbelo. Recuérdalo. Porque aunque hoy no puedas aplicarlo, puede que mañana sea tu salvavidas.

Dar buenos consejos y no aplicarlos no te hace incoherente. Te hace humano. Pero cada vez que compartes sabiduría, siembra una semilla… incluso en ti. Y a veces, eso es suficiente para empezar a florecer.

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